Hubo una época en la que me dio por coleccionar gotas de lluvia. Las tenía de todos los tamaños y sabores. Tenía goterones, gotas gordas, de esas que cuelgan de aleros y cornisas y se estrellan violentamente contra el hueco que queda entre la nuca y el cuello de la camisa. Tuve también finas gotas de niebla, vapor de agua que humedece la cara y refresca las mejillas cuando te envuelve. Gotas granizadas de tormenta, de las que al final del verano destruyen cosechas y abollan cabezas. Gotas equilibristas que se columpian en los forjados de los balcones como flanes de agua boca abajo. Tuve Innumerables gotas repetidas que conservaba a remojo en un charco del patio. Una gota fría que cayó enterita y sin previo aviso dentro de mi garaje. Incluso tuve gotas pintadas con los colores del arco iris y unas cuantas gotas de rocío y escarcha, muy frias, que guardaba a la sombra de una encina para que no perdieran la temperatura.
No creo que estuviera loco, aunque todos me mirasen raro. Lo que si padecí en aquella etapa de mi vida fue agotamiento, algo de reúma, una nube en un ojo y niveles muy altos de un tal ácido único, eso que los médicos llaman «gota». Pero de loco nada, ni gota, quizá un tanto atormentado y con aspecto de estar viviendo en una nube.
Aquellas viejas gotas de mi colección terminaron por evaporarse. Hoy vivo gota a gota, no las he vuelto a coleccionar. Las veo caer y salpicar, pero las dejo que corran calle abajo o pegadas a los cristales como una segunda piel.