Estoy casi seguro de que lo primero que hizo el ser humano cuando tuvo uso de razón fue buscar un culpable. Va en nuestra naturaleza. Es algo primitivo y más básico que el instinto.
Al contrario de lo que se dice, el tiempo no cura nada. Prueba de ello es que hasta el mejor reloj se estropea con el tiempo. Lo que sí consigue en parte es: aliviarnos, vaciar nuestras mochilas de objetos y sujetos inservibles, nos permite tener una perspectiva actualizada de la realidad y una visión indiferente y más reposada del pasado. Eso no evita que tiremos de cremallera para cerrar las heridas y, así pasemos la vida abriendo y cerrando penas.
Aquel profesor de historia que se disfrazaba de romano para explicarnos la caída del Imperio, con el tiempo, pasó de ser un loco peligroso a un genio incomprendido. El tiempo es un maestro con carácter retroactivo. Nos enseña que: en el fuego donde se funden las guadañas importa más el aire que la leña. Aunque desgraciadamente el tiempo si está de loco de atar.
Yo no fui un buen estudiante, suspendía hasta el recreo, pero sí creo que un buen alumno. Se podría decir que estudiando era buena persona. En aquella época le eché la culpa: al astigmatismo, a la hipermetropía, a la luz del flexo y al ojo vago. (Por cierto que el corrector de textos de Apple no tiene ni idea de lo que es un flexo).
Hoy sé que, aunque el diagnóstico del oftalmólogo era el correcto, mi problema con los libros apuntaba a que el concepto «vago» iba más allá del ojo. Mi madre siempre me habló de lo bien enunciada y aplicada que estaba en mi caso lo de «la ley del mínimo esfuerzo». Luego aquello pasó. Ea, ea, ea.
En los tiempos que corren (que vuelan) no resulta fácil distinguir la vagancia de algunas patologías que hoy en día se tratan como «déficit de atención». Prueba de ello es que, en aquellas asignaturas en las que, un servidor, tenía un docente decente, se despertaba en mi un inédito interés por ellas y, con él: las ganas de aprender, de atender, de retener los conceptos casi sin esfuerzo…, incluso de retener líquidos en clase.
Eso no quita que exista tal patología y que sea un quebradero de cabeza.
A pesar de todo no me atrevo a afirmar, cómo bromeaba Facundo Cabral en uno de sus monólogos, que «mi educación fuera muy bien hasta que me la interrumpió el colegio». Me gustaba ir al colegio, a veces, hasta entrar.
De mi otra educación tampoco tengo queja, porque en casa se encargaban de darme, sin interrupción, esa materia sensible que nos enseña: a sentir, a luchar, a comportarnos, a recomponernos, a vivir.
Porque, los padres, los de antes y los de ahora, tienen que hacer también su parte. Lo que no incluye que deban ser necesariamente los maestros de sus hijos, de la misma manera que, los profesores, no deben ejercer de padres de los hijos de los demás.
Lástima que, al parecer, en la práctica, como pasa con algunas llamadas telefónicas, «esa opción no está disponible». Si intercambiamos los papeles lo más probable es que los perdamos. Quitarle la autoridad al maestro en lo suyo es un error que suele terminar en bronca y en un desastre.
No puede ser que los profesores tengan que hacer de vigilantes de la playa por la mañana, mientras que, por la tarde, a los padres les toque la tarea de explicar la diferencia entre las «palabras abstractas» y los diálogos de Gran Hermano 16 o, entre las matrices conjugadas y las traspuestas. Traspuestos vamos a terminar todos de seguir por este camino y, no descarto que en un futuro, también acabemos conjugados. Más de una madre o un padre sufren la ansiedad de tener que pasar por el trance de volver a examinarse de las asignaturas que ya aprobaron en su momento, o no.
La lucha contra el abandono escolar es otro de los grandes retos a los que nos enfrentamos en la actualidad. Los chicos no quieren ir al colegio, pero es que tampoco quieren ir a su casa, a ninguna parte en realidad (como mucho Tu cara me suena, Mini o de público a El Hormiguero). Algo estaremos haciendo mal entre todos si no logramos que se centren. O eso, o que las rotondas y las puertas giratorias están haciendo más daño de lo que suponemos.
Por otra parte, de la impresión de que hemos dejado la disciplina en manos de nuestras hijos, para uso y disfrute de los propios alumnos y, hemos caído en nuestra propia trampa, la de expiar nuestros pecados en el ámbito del «mal de muchos».
Hace años, el mal de muchos, puede que fuera un consuelo de tontos, hoy en día, el mal de muchos, es una epidemia.
Hace falta que nos pongamos de acuerdo y dejemos el «y tú más» para los que carecen de argumentos.
Tener educación es más fácil si se tiene cerebro. Y el cerebro hay que regarlo desde que nacemos. Nuestro cerebro debe ser una esponja, no ser el de Bob Esponja.
La formación es fundamental y, si es profesional, miel sobre hojuelas. Mi abuelo me decía: Sé lo que quieras ser. Si quieres dedicarte a limpiar pescado, no te cortes, pero sé el mejor limpiando pescado. Y aunque es verdad que vivimos para trabajar, deberíamos tener la oportunidad de escoger un trabajo que no sea un sin vivir. Una salida que no tenga que ser necesariamente una salida de emergencia.
Tenemos muchas asignaturas pendientes de aprobar, de suprimir y por crear. Hay que enseñar a convivir con las emociones y a saber salir de ellas.
Hay que aprender a usar el diccionario de las buenas personas,
Falta una asignatura que obligue a aprenderse de memoria los afluentes, por la derecha y por la izquierda, del buen camino.
Necesitamos que los profesores les enseñen a nuestro hijos a entender que puede que no tengan razón siempre, aunque la tengan. Y que los padres aprendan que el centro educativo no es el enemigo público (privado o concertado) número uno, ni siquiera el dos.
Se impone una asignatura que explique para que sirve tanta competitividad mal entendida o mal explicada y, especialmente, un master, un doctorado o un curso de verano, en el que nos enseñen a desaprender gilipolleces.
Poco avanzaremos en este y otros asuntos de estado, si la educación, en manos de la política; ese traje entallado que suele quedar grande, no alcanza de una vez por todas un largo, estable y cálido consenso.
Las cuestiones que afectan a nuestra estabilidad, ética, seguridad y convivencia deberían someterse a debate cada muchos años, cada varias generaciones, no en cada legislatura.
Porque el tiempo, que lo que si hace es dar y quitar razones, ha demostrado que la educación no puede ser un juguete en manos de un niño caprichoso. No debe ser una cuestión de ideologías sino de buenas ideas. Va en ello nuestro futuro y, lo peor que le puede pasar al futuro, es que se parezca mucho a ese pasado en el que; lo primero que pensó el ser humano cuando tuvo uso de razón, fue en buscar un culpable que nunca aparece.
DISCURSO DE PRESENTACIÓN de la entrega de los «PREMIOS MAGISTERIO, Protagonistas de la educación» Madrid 12 de noviembre de 2015. CaixaFórum.