REGRESO AL PRESENTE. Relato (pre-apocalíptico) de invierno.

REGRESO AL PRESENTE. Relato (pre-apocalíptico) de invierno.

Una historia actual contada desde el futuro…

A principios del siglo XXI la humanidad se había quedado estancada bajo un invisible manto emocional, herencia del “Buenísmo”, que había evolucionado hacia lo que los historiadores en siglos posteriores coincidieron en bautizar como el Imperio Moña. Los seres humanos se habían vuelto gilipollas.

Bajo consignas del tipo: “No hagamos nada que ya vendrán otros a arreglarlo” o “La esperanza es lo último que se pierde, si es que logramos encontrarla”, la sociedad vivía entusiasmada, sin ningún motivo, a caballo entre la autoayuda y el autoengaño. Lo dicho.

De un día para otro se produjo una revolución sin lideres, sin ideario, con medias tintas, inconsistente, racionalmente irracional y sin demasiados visos de futuro. La definitiva muerte de la utopía había dado paso, casi sin poder, a “La Era del Llanto (y crujir de mentes)”.

La política tradicional quedó reducida a la mínima expresión de lo creíble. Fragmentada en cientos de partidos de marcado carácter individualista y egocéntrico que, a duras penas y blandas alegrías, conseguían apoyos entre un electorado cada vez más desencantado y perdido. Hasta los genitales y «las genitalas», hablando mal y tonto.

De las Castas (y las Susanas) se había pasado al «populismo» y de éste a la pérdida de músculo social (y masa encefálica) en menos que se santigua un cura loco. Los malos habían dejado de dar miedo o estaban en la cárcel y los buenos no estaban a la altura. Parafraseando a no sé quién (que me perdone su autor: «La clase obrera no tenía obras, la clase media no tenía medios y la clase alta no tenía clase».

La crisis económica que contribuyó sobre manera a la caída de lo malo conocido, vino provocada por el último grito de las pocas voces autorizadas que iban quedando “Boicot a todo”. Así que la gente dejó de comprar, por uno u otro motivo, cualquier cosa. Poco importaba si eran artículos de primera necesidad o de quinta. La opción de consumir dependía más de la antipatía hacia el productor, el distribuidor, el vendedor, el país, sus dirigentes, sus ideas peregrinas, sus creencias religiosas o el color de la piel… que del gusto o del gasto. Así surgió el llamado “monocultivo en tiesto” y el resurgir de la artesanía y la hambruna. Los primeros en desaparecer fueron los animales domésticos, consumidos sin escrúpulos en perritos calientes y Nuggets de gato. Un asco en todos los sentidos.

No es menos cierto que ese tipo de monocultivo en balcón o alféizar (nunca, mejor dicho lo de «mono» cultivo) fue la única manera de lograr que los tomates dejaran de saber a quinoa y las patatas recordaran en boca a las pipas de calabaza. Que los alimentos volvieran saber a algo. La agricultura se fue a esparragar y la cadena alimentaria a tomar vientos. El cambio climático no ayudó ni ayunó.

Desaparecieron los restaurantes. Los poco que quedaron pasaron a llamarse «Chicotes», los únicos en los que comer no era una pesadilla.

El boicot general al consumo de cualquier producto, que no fuera autóctono o de terraza, salpicó a la economía global en otro desorden de cosas. El veto a los productos “made in China” trajo consigo la escasez de materias primas y hermanas, de productos tecnológicos y de suministros de todo tipo y el consiguiente cese de sus ministros. Pasó algo parecido con la ropa, toda era de Zara.

La decisión de dejar de comprar a los países productores de cosas, las imprescindibles o las de capricho, no tuvo más justificación que la de ningunear al vecino global con tal de joderle. El boca a boca y la ignorancia supina hicieron el resto. El consumo tocó a su fin y pasó a denominarse «sinsumo».

Como ya he apuntado, la gobernabilidad se hizo menos insoportable que imposible. En los parlamentos y consistorios había un representante por cada una de las innumerables opciones políticas. De «un hombre (o una mujer) un voto» se pasó a «un partido, un cargo». Los pactos no se alcanzaban ni queriendo y la ciudadanía le dio la espalda al poder, pero pegada a la pared por si las moscas.

En medio de ese caos, Internet y las redes sociales terminaron por ser las únicas herramientas de comunicación, el único sistema vertebrador y canalizador de la convivencia. En ellas se relacionaban, con naturalidad y alevosía, los ofendidos y los ofensores, la gente de bien y la de mal, los listos y los cortos, los que sabían escribir pero no sabían leer y viceversa.

Todas las vecinas querían ser rubias, la juventud solo aspiraba a poder tatuarse en el brazo la cara de un tal Sergio Ramos o dejarse crecer una barba pelirroja (tanto ellos como ellas). Los altos envidiaban a los bajos, los bajos a los gordos y los gordos a los pobres. Los ricos no dejaban de llorar y la mayoría de los líderes de opinión perdieron la razón (otra vez). Tener razón dejó de tener sentido al igual que insultarse. Todo el mundo era imbécil para el resto y el resto era imbécil para todo el mundo.

Las calles de las principales ciudades eran un incesante ir y venir (algunos no volvían) de vivos “murientes”. Una suerte de Walking Dead pero al revés. Vivir se había convertido en un sálvese quien pueda. Un Sálvame de Lux, al grito de “vividor el último”.

Entonces fue cuando, sin comerlo ni beberlo (qué remedio), sin saber muy bien cómo ni por qué, la gente empezó a oir hablar de un tal Kalindo. Un japonés de origen turco criado en Rumanía formado en Londres y residente en Dos Hermanas. Un ciudadano del planeta Youtube.

Enseguida, los pocos medios de comunicación de masas que quedaban, se hicieron eco de sus palabras, de los mensajes que lanzaba al mundo a través de su canal, de sus videos, que tanto había llamado la atención del cada vez menos respetable público. Internet cayó en sus redes y se hizo un arroz caldoso con ese pescado podrido.

Kalindo pregonaba la igualdad. Decía que: ya que no todos podíamos vivir igual de bien había que conseguir que todo el mundo pudiera tener acceso la miseria. Hablaba de volver a la naturaleza, de fusionarse con la tierra, de ajustarse las hembras y los machos y de dejar de traer viejos al mundo (este mensaje no terminaba de convencer a los viejos). Era el rey del «pero»: No era racista, ni homófobo, ni machista, ni feminista, ni de izquierdas, ni de derechas ni nada de nada, pero… Sin embargo tenía esa forma de hablar que lograba que hasta los que no estaban de acuerdo con él, por peligrar su estatus social, sus ingresos o su vida, le adoraran.

Los mensajes de Kalindo no tardaron en estar en boca y oídos de todos. Sus frases cargadas de simbolismo y mediocridad se reproducían más que las citas de Paulo Cohelo o de un tal Anónimo. Era lo que el mundo creyó que necesitaba. Una luz, un guía, un placebo, un ser de luz.

Kalindo era un hombre alto, fuerte y mal parecido. Barbilampiño, blanco y negro, par y pasa. Su mente era una ruleta, ora de casino, ora rusa. Tenía un ego que no le cabía en el suyo, pero,  nunca sospechó que terminase siendo un ejemplo a seguir y mucho menos que alguien se atreviese a hacerlo.

Su incontinencia verbal y su vulgar apariencia hicieron que calara entre la gente, que lo vieran con un brote verde creciendo entre el hartazgo. No fue difícil, a falta de pan buenas son las palabras sin gluten.

Llegó un momento que Kalindo, atolondrado por su fama, se vino arriba y empezó a proclamar sandeces como: “Debemos cerrar las fronteras por fuera pero no por dentro”, que “todo el mundo tiene derecho a no tenerlo”, «hay que leer lo que no está en los escritos» o “seamos inmortales hasta la muerte”. De hecho fue el primer mortal en décsdas que se atrevió a asegurar que el fútbol no era así.

Lo que le faltaba a la humanidad, otro iluminado. Pero la gente le escuchaba, le tenía fe. De haber habido elecciones le hubiesen votado en masa. La especie humana estaba a punto de desaparecer y ahí la teníamos, vistiendo santos, adorando becerros. La histeria de nuestra vida.

Pero Kalindo era solo fachada y, aunque llegó a gobernar el planeta desde las pantallas de los ordenadores y dispositivos móviles, tomando decisiones a diestro y siniestro y dando órdenes que el personal cumplía sin saber por qué… su aventura duró, como rezaba el título de una canción de aquellas épocas pretéritas: «19 días y 500 noches» (En el presente desde el que escribo esta crónica, sirva de curiosidad, la gente se comunica cantando. La palabra escrita y la hablada pasó a ser cantada. El planeta es un gran musical en el que cada uno improvisa su canción para comunicarse. Es insoportable.

Si te implantas un “culo” bonito, por su forma, piensa también que puede estar lleno de mierda en el fondo y Kalindo tenía mierda como para parar un Taxi.

El final de su aventura llegó cuando arremetió contra las compañías eléctricas promoviendo un boicot en su contra. Éstas, «en agradecimiento», le cortaron la luz, por no cortarle otra cosa, y se acabó lo que alumbraba. Puede que no fuera de recibo pero, si de algo entienden las eléctricas es de recibos.

Meses más tarde la luz eléctrica se apagó para todos. La Tierra quedó sumida en las tinieblas.

Lo que pasó a renglón seguido es otra histeria.

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PAISAJES

PAISAJES

Todos tenemos lugares que reconocemos sin necesidad de mirarlos. Están ahí cada día, a nuestro alrededor, incrustados en nuestra retina y en nuestro cerebro, dibujados con tinta indeleble en las paredes del ático de la memoria en la que ordenamos el presente y el lado bueno de lo malo.

Son nuestros paisajes cotidianos, a los que nos asomamos por la ventana de la rutina y forman parte del mobiliario que nos sigue a todas partes:

La calle que pisamos cada día. Los balcones que adornan la fachada de la casa de enfrente cuando abrimos el nuestro de par en par para ventilar habitaciones y dejar escapar los malos humos. El paisaje del bar de cada mañana con olor a café y a ¿lo de siempre?. La rampa del garaje, el suelo desgastado del ascensor, el cajero automático que te mira extrañado. La parada del bus que nunca coges, los atardeceres desde la puerta del trabajo cuando te escapas a fumar un cigarrillo, las luces de freno de los coches que avanzan de puntillas por la autovía en el atascos nuestro de cada día…

Paisajes de vida. Siempre los mismos, en los que se perfilan las personas que, de alguna manera, forman parte de ellos, de nosotros.

Y luego está el paisaje interior desde cuyo mirador se puede ver, dependiendo del estado de ánimo, el paisaje de fuera de diferente forma: oculto entre la niebla, oscuro o eclipsado, alegre, sumido en la nostalgia, soleado, tranquilo, repintado o invisible.

Paisajes que nos recuerdan cada día que vivimos en apenas una manzana, pendientes de evitar cruzarnos con su gusano.

CUIDADO

CUIDADO

Cuidado con las gallinas

que ponen huevos de oro

que un día se desaniman

y rellenan con huevina

el chocolate del loro.

Cuidado con el futuro

cuando recuerda al pasado

y aparece sin seguro,

vestido de lado oscuro

y con el culo pelado.

Cuidado a los vaivenes

de quienes leen el futuro.

Hagan con sus males bienes

para que parezcan nieves

en los años sin seguro.

Cuidado con los bandazos

que algunos no tienen fin,

por no hablar de los sablazos

de los que ponen el cazo

del uno al otro sinfín.

Cuidado con los santones

verracos de hipocresía

que nos dictan sus lecciones

con la voz hecha jirones

de pregonar tonterías.

Cuidado con las fronteras

hechas para encarcelar.

Cuidado con las maneras

que suelen ser la escollera

que un día derriba el mar.

Con las rampas de su vida.

Con las cuestas de bajada.

Con la realidad dormida.

Con la puerta de salida

si se utiliza de entrada.

Y, sobretodo, cuidado

con las cosas del querer

que, a pesar de lo bailado,

no parece demostrado

que le interese al poder.

PASATIEMPO

PASATIEMPO

Estrenado el año nuevo,

sin Navidad en el frente,

ya es lunes 7 de enero.

¡Qué paso lleva el presente!

No se han enfriado aún

las cenizas de las sobras,

cuando, de repente, ¡Boom¡

otro «tente si es que cobras».

Ahora tocan las rebajas,

subir la cuesta de enero,

malvivir con las migajas,

y tirar «a puro huevo».

No hemos quitado las bolas

de los abetos y pinos

y ya estamos en la cola

de la entrada del destino.

Ha empezado «un no parar»

con tanto voraz trajín,

que dan ganas de escapar

«del uno al otro confín».

Casi todo está prescrito.

El calendario es tozudo

y aunque parezca infinito

cabe en el canto de un duro.

En nada será febrero

a ritmo de carnaval

con el culo en el brasero,

y el brasero por disfraz.

Después la semana Santa

y a la vuelta del verano

veremos a ver quien canta

según dónde le hayan dado.

Luego otro otoño caliente

con sus lluvias torrenciales,

un par de huelgas sin gente,

dos puentes, y Navidades.

Eso dicta la experiencia.

Nada dura casi nada.

La vida es obsolescencia

torpemente programada.

Todo esto sin contar

con que se extienda el hastío

y se monte un «carajal»

de padre y muy señor mío.

Así que, a vivir la vida,

que el tiempo es agua pasada

y nos muestra la salida

nada más cruzar la entrada.

Que el tiempo es eso que pasa

mientras vas haciendo planes

como suegra por tu casa.

Y en cien años… alemanes.

DESCONCIERTO DE AÑO NUEVO

DESCONCIERTO DE AÑO NUEVO

Año nuevo, vida ¡leches!

las de «blanco y en botella».

Año nuevo en escabeche

con los Reyes por estrella.

Sacrificadas las fiestas

toca pasar la resaca

para remontar la cuesta

que nos va a dar la matraca.

Año huevo, vida yema

con clara a punto de nieve.

Ójala valga la pena

lo mejor aunque sea breve.

Diecinueve de una era

que ha empezado muy convulsa

El olmo ya no da peras

y, si las da, son insulsas.

Año nuevo, viejos retos:

gimnasio, aprender inglés,

que no nos ganen al «Teto,

llegar vivo a fin de mes.

Ordenar las viejas fotos,

recolocar el trastero,

y cambiar los ceniceros

por semilleros de poto.

Ventilar nuestros adentros,

guerrear en las rebajas,

llenar bancos de alimentos

con algo más que migajas.

Entre carros y carretas

aguantar de nuevo el hipo

y otros sustos que nos metan

de los que quitan el tipo.

Echar al mar los pelillos,

pedirle al jefe lo tuyo,

cambiar el polvo por brillo

y no hacer mucho el capullo.

Hacer de la capa un sayo,

de la torrentera un río,

de la oscuridad un rayo

y, de perdidos, al trío.

Ya no beben ni los peces.

Vuelta a la mediocridad.

Año nuevo, vida ¡leches!

Adiós. Feliz vanidad.

LA CIUDAD DE LAS PRIMERAS PIEDRAS

LA CIUDAD DE LAS PRIMERAS PIEDRAS

Tuve en mi mano la llave de la ciudad de las primeras piedras.

Una llave de paso que no abre cerraduras.

Inútil como un reloj de luna.

Gastada y oxidada y, sin embargo,

algo sentí al tocarla.

(Volví a la primavera de las cosas.

A mi primer amor sin ataduras.

A clavarme la espina sin su rosa.

Al tacto de una piel sin armadura.

Recordé la inocencia necesaria

que permite dar forma a la utopía

y la fascinación extraordinaria

de confundir tú boca con la mía.

Recuperé la luna enrojecida.

El sol de madrugada en las canciones.

Mi caja de sorpresas escondida.

Volví a encontrar el as de corazones

en la manga que cubre las heridas

de un tiempo saturado de estaciones)

Pude oír su silencio bajo el suelo.

Pude sentir el frío de la duda

y recorrer el tiempo detenido

como una cuenta atrás con borrón nuevo.

Los comienzos son sumamente duros.

Sobre todo, saber por qué regresas.

La razón de ese esfuerzo innecesario

para volver al punto de partida

sin deshacer maletas y equipajes.

Volví de nuevo al tacto de la piedra

que nunca deja huella bajo el suelo.