Saco las llaves del bolsillo de mi
chaqueta,
del bolsillo izquierdo, para ser más
exactos
(el de la derecha
tiene un siete
con un pozo sin fondo,
al fondo a la derecha).
Abro.
Empujo una de las hojas de la
puerta de madera y cristal
y entro en el estudio.
Hay tantos cuadros apilados en el
suelo
que algunos están que se suben por
las paredes
(colgados, aunque menos que yo).
Doy las luces,
enciendo la radio,
me pongo un güisqui, sin hielo
(Como los de Mad Men).
Me quito la ropa y los complejos.
Me siento en una silla medio
cómoda
y miro, de abajo arriba,
el lienzo en blanco que,
asomado al caballete,
me desafía.
Elijo los pinceles, los colores,
estreno una paleta desechable,
enciendo la imaginación,
apago la mala leche
(desechable también)
y me pongo a enredar.
Estoy en el único lugar
donde siento que pinto algo.
Donde sé que cuadro.
Muchas veces añoro
lugares que no he visto
y, sin embargo,
me acuerdo de sus calles,
de sus rincones,
de las caras de su gente.
de los olores.
He estado en tantos sitios
a los que nunca he ido
que terminé pintando
paisajes y cielo increíbles,
colores impensables,
rocas inaccesibles y,
como siempre, a nadie.
Y por aquí me ando,
de baño en baño,
de pared en pared,
de clavo en clavo,
de mirada en mirada,
de casa en casa
de picos pardos,
Con la memoria
a cuadros.
Colgado de mí.
Colgado por ti.