Algún día entenderemos que la vida va de intentar ser felices y libres. Sobre todo si tenemos la suerte de haber nacido en esta parte del mundo que no está del todo dada la vuelta. No estoy hablando de dinero, hablo de libertad, de tolerancia, de abrir las mentes y reparar lo roto.
La vida, que sé que no deja de ser una putada para muchos, se trata de que logremos estar en paz con nosotros mismos, pudiendo elegir nuestro camino, nuestro destino, nuestros estudios, nuestro trabajo, nuestras amistades, nuestras relaciones íntimas, personales e intransferibles, sin importar el seso, la edad, las creencias, las banderas, la condición social, el color de la piel o el sexo de los “ángeles”.
Una vida en la que nada normal esté mal visto y la recompensa sea tu felicidad sin que, en el camino, hagas daño a nadie, al menos un daño irreparable. No de ese tipo de daño del que algunos presumen, como si ofenderte porque te contradigan fuera un trofeo, una manera cruel de vengarse de los que han decidido vivir su vida de una forma que la sinrazón no entiende.
Hay personas que creen saber lo que es mejor para ti. Personas que se empeñan en imponer, a propios y a extraños, su idea de lo que les conviene; que saben, sin rubor, en lo que debe consistir tu vida. Puro egoísmo.
Cada uno debe ser feliz a su manera, como quiera y con quien quiera. Esa incursión en la intimidad del resto, son ganas de imponer lo que nadie les ha pedido. Se empeñan en decirte cómo sentir, cómo ser, cómo padecer, qué parecer, y las apariencias les empañan las gafas de cerca y las de lejos.
Cada cual tiene su idea de vivir y el derecho a hacerlo como mejor le siente. Como mejor se sienta.
Nadie es dueño de nadie.
Cuántos maltratos, cuántos suicidios, cuántas muertes violentas, cuánta mala vida se hubieran podido evitar si, a los infelices por castigo, les hubiesen dado la oportunidad de salvarse eligiendo ser lo que o como quisieran, pudiendo elegir su día a día, que al fin y al cabo es de lo que se trata, lo que verdaderamente importa, el día a día de cada uno, no el que nos programan los inquisidores o los coleccionistas de almas moldeadas a su imagen y semejanza.
Está bien aconsejar o dar pautas, pero sin volverse o volver loco al que se muere por vivir tranquilo.
De ahí la importancia de decir ¡basta!, de revelarse, de hacer oídos sordos a los que viven escondidos tras un manto de moral impuesta y trasnochada.
Hay que se felices aunque les joda a los que, en el fondo, he ahí la cuestión, tampoco les enseñaron o les dejaron vivir a su antojo y, por ende, no se lo consienten a los que se supone que quieren.
Hay que intentar ser felices y libres y, a los que no lo entiendan por estrechez de miras, por querer tener razón a todo costa sin importar las consecuencias o por una sobreprotección mal entendida… ¡que les den! (a ser posible de su propia medicina).