Todos tenemos lugares que reconocemos sin necesidad de mirarlos. Están ahí cada día, a nuestro alrededor, incrustados en nuestra retina y en nuestro cerebro, dibujados con tinta indeleble en las paredes del ático de la memoria en la que ordenamos el presente y el lado bueno de lo malo.

Son nuestros paisajes cotidianos, a los que nos asomamos por la ventana de la rutina y forman parte del mobiliario que nos sigue a todas partes:

La calle que pisamos cada día. Los balcones que adornan la fachada de la casa de enfrente cuando abrimos el nuestro de par en par para ventilar habitaciones y dejar escapar los malos humos. El paisaje del bar de cada mañana con olor a café y a ¿lo de siempre?. La rampa del garaje, el suelo desgastado del ascensor, el cajero automático que te mira extrañado. La parada del bus que nunca coges, los atardeceres desde la puerta del trabajo cuando te escapas a fumar un cigarrillo, las luces de freno de los coches que avanzan de puntillas por la autovía en el atascos nuestro de cada día…

Paisajes de vida. Siempre los mismos, en los que se perfilan las personas que, de alguna manera, forman parte de ellos, de nosotros.

Y luego está el paisaje interior desde cuyo mirador se puede ver, dependiendo del estado de ánimo, el paisaje de fuera de diferente forma: oculto entre la niebla, oscuro o eclipsado, alegre, sumido en la nostalgia, soleado, tranquilo, repintado o invisible.

Paisajes que nos recuerdan cada día que vivimos en apenas una manzana, pendientes de evitar cruzarnos con su gusano.

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