La calle huele a leña y a carbón.
Ya han encendido el aire del invierno.
Ya no revolotean las palomas (afortunadamente).
Ya suena esa canción que derrite la escarcha.
El cielo es una sábana extendida
de un insolente azul que no te quita el frío.
Y esa luz, ese brillo sencillo y penetrante,
es la naturaleza de los guiños. El origen del claro, voy contigo, por supuesto.
Crepitar de castañas en la esquina, patatas y boniatos,
burbujeo de guisos en el fuego,
tintineo incansable de juguetes de viento
que juegan con el aire a que se abrazan.
Las manos buscan manos o bolsillos.
El día es un ensayo de la noche
y hace transbordo en Sol.
Maldita prisa.
Los árboles desnudos se disfrazan de invierno. Se visten de espantapájaros.
(En el cielo dibujan los aviones
el mapa de los sueños sin escalas,
el pijama de rayas que te pones
cuando quieres usarme como almohada.
En el puerto los barcos amarrados
se miran en su espejo y chapotean,
como cuando mis dedos son tus manos
y entramos en calor tocando a ciegas.
Invierno que confunde el mar y el cielo
y la nostalgia con la cama fría,
cuando no estás conmigo y me desvelo.
Nostalgia de mis noches sin tus días,
cuando la soledad fabrica hielo
que se derrite al sol del mediodía)
La calle huele a huída hacia adelante, a licor de cenizas y a quién sabe. Se respira un quizá que quita el miedo.
El invierno está a punto de querer ser nosotros.
Poema del libro TIERRA MOJADA (Renacimiento editorial).