Somos un pueblo poco dado a los llamados «procesos participativos». En la mili ya se decía «voluntario ni a comer». No reniego de ellos, al contrario, pero intento ceñir mi comentario a la realidad social que padecemos. Lo de no participar lo llevamos en los genes, como tantas otras taras, heredadas de décadas de dictadura. Exceptuando el 2 de mayo, las elecciones cada cuatro años, un referéndum cada treinta y la amenaza de desaparición de un club de fútbol, nuestras movilizaciones «para quitar, poner rey, o ayudar a nuestro señor» se reducen a las juntas de vecinos, con escaso éxito de convocatoria, 

Se podría decir que, en estas lides, somos «demócratas no practicantes». Vamos a «misa», uno de cada doscientos domingos por saber si ha habido novedades. Si tuviéramos que estar cada poco tiempo manos a las urnas, no sé yo «qué otro pollo nos cantaría».

La razón de este quietud, hay quienes la justifican en aras de suponer que, para la cosa de pensar y decidir, ya están los profesionales de la política (risas). Para otros, es más una cuestión de no de no estar dispuestos perdonar las cañas del domingo por la mañana (ni las de a cualquier hora). 

No obstante, frente a los que ni están ni se les espera (la mayoría), aparecen los que se mueven como pez en el agua, los que sí creen que, en eso principalmente, es en lo que consiste la verdadera democracia real, algo que tampoco dudo.  

Por lo general, se trata de gente joven, igual de manipulada que el resto, pero con ese toque de rebeldía y de querer cambiarlo todo que les honra. Aún no saben (bendita inocencia) que la vida nos cambia a todos poco a poco, cana a cana, año a año y que, de la fiesta de la participación, antesala de la democracia, alfombra roja de las utopías, pasas a renegar de ir incluso a las reuniones familiares. 

Es engañoso someter a referéndum algo en lo que no se va a implicar una mayoría representativa. El hecho de someterlo, no, allá cada uno con su conciencia social, sino de considerar los resultados de esa consulta como la opinión de «todos» sin los votos de casi nadie. 

De eso se aprovechan los que venden la democracia en frascos pequeños y etiquetados, sin dar tiempo a que la gente previamente se adapte al nuevo modelo consultivo. 

Así que, si un día oye que se va a preguntar a la ciudadanía, en proceso participativo creado a tal efecto, por la necesidad de eliminar los cementerios (un suponer), si se abstiene de hacerlo, dése por enterrado en su despensa dentro de un Tupperware o en un tiesto del balcón. 

Que nadie se confunda conmigo. Creo que votar debería ser obligatorio, como lo es aceptar el resultado.

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