Desgraciadamente para mí, yo sí creo que la muerte es el final.
Este convencimiento, tan respetable como el del que opine lo contrario, me hace amar la vida por encima de sus posibilidades, con sus incertidumbres, su rutinas, sus virtudes, sus defectos, sus ruinas y algún que otro impresentable.
La vida es una camisa de fuerza con el loco por fuera.
También creo que que el hombre y la mujer crearon a Dios a la imagen y semejanza de sus necesidades de salvarse de la quema. Probablemente lo parieran el séptimo día de su indecisión, por la tarde. Un domingo cualquiera que no había fútbol ni nada comestible que llevarse a los ojos.
Lo crearon seguramente cuando se dieron cuenta de que la fe, en algo o en alguien, era una buena forma de encontrar consuelo sin más y una salida digna al laberinto emocional de sus racionales miedos.
La vida es la antesala de la muerte como la nada fue la alfombra roja de la vida.
No hay nada más allá de lo que vemos, de lo que ansiamos, de lo que vivimos. Si la vida eterna fuera una realidad duraría lo que los amores eternos: «diecinueve días y quinientas noches».
Si todo desembocara en un juicio final, no quiero ni pensar cómo estaría a estas alturas la sala de espera de los juzgados y, sobretodo, los baños. Por no hablar del estado mental de los abogados sin oficio ni beneficio o el aliño de los periodistas apostados en la puerta intentando marcar alcachofa. Habría demasiada gente hacinada esperando desde hace demasiado tiempo un veredicto de no se sabe quién.
No creer también es una cuestión de fe. Que Dios me perdone.
Precisamente porque la vida no dura para siempre, al contrario que la estupidez y la muerte, esta única vida que tenemos, aunque nos vuelva tarumbas con sus altibajos, sus vaivenes y sus cabronadas varias de todo punto prescindibles, merece toda nuestra atención y nuestras ganas de intentar terminar con nota, lo que empezamos cuando nos trajeron al examen sin haber estudiado ni un poquito.
A pesar de los pesares y de los pisares. Aunque me hayáis oido escribir en más de una ocasión que –la vida es un curso de formación con una mala salida– hay que desvivirse por ella. No nos queda otra.
(Y ahora vas y lo aplicas(cas).