Hay un olor que te huele por dentro, sin previo aviso,, mientras un color intenso te tatúa las paredes del ánimo. Olores y colores que sólo sientes tú, que nadie se imagina, que no se sabe bien de dónde vienen. Quizá sea solo una cuestión de cómo entra la luz por tu retina, de darte cuenta de que hay que buscar fuera lo que sobra dentro o: de la dirección de la brisa, de las ganas de abrazos, de la intensidad del bostezo al despertarte, de cómo tomas aire cuando cruzas el quicio de la puerta, de estar dispuesto a todo, de sopetón, cuando faltan motivos.
No sé si es contagioso, aunque eso es lo de más, explicable desde luego que no. Tú te sientes bien y el resto lo percibe. En ese instante les gustaría que les salpicara cualquier pequeña gota de ese rastro que dejas en el suelo cada vez que lo pisas.
Le puede pasar a cualquiera, no importa el cuándo, ni el dónde. Es algo muy especial que sientes y se va como vino, que te hace sentir bien el tiempo que se tarda en cruzarte de acera, de levantar la vista, de airear las canciones, de dirigir la orquesta, de ser feliz de pronto, que es de lo que se trata.
No estaría de más conocer su origen y vender «ese punto» en diminutos frascos: como la reliquia de un olor a nuevo, a libro estrenado, a tierra mojada, a guiso de abuela, a azúcar quemado, a frescor salvaje, a lo que sea que huelan las nubes.
Es un punto Je, que quiere compensar tu punto Jo.