Todo gira como un ventilador. La vida da vueltas colgada del techo de un reloj de arena. Lo que hoy está en venta en los escaparates de las tiendas, mañana caduca colgado de la percha de un armario, hasta arriba de ropa sin estrenar.
Todo se mueve sin darnos un respiro. La quietud, la lentitud, son un estado en desuso, el lujo del que espera sin desesperarse, del que puede permitirse la licencia de pararse a pensar.
El movimiento ya no se demuestra andando, se confirma corriendo como si hiciera falta.
Nos creemos más completos por no dejar de hacer transbordos. Sentarse en un banco de la estación a ver pasar los trenes, sólo interesa como argumento para escribir novelas de misterio, que no leeremos por falta de tiempo.
Estamos condenados a la prisa, a que hoy sea mañana, a que mañana vuelva a empezar todo una vez más. El aperitivo sabe a café con hielo y el aperitivo al olor de la siesta bajo un olvido.
Mientras tanto, el ventilador remueve el aire, lo cambia de lugar, porque ni el aire sabe estarse quieto. Demasiadas prisas para no llegar tarde a nuestro agotamiento.