Cada mañana se ponía en marcha a la misma hora. Su despertador tenía programadas dos alarmas separadas por un intervalo de cinco minutos. Le gustaba poder volverse a quedar dormido. Aprovechar esos incalculables cinco minutos de margen que se regalaba  amanecer, entre las alarmas 1 y 2, con prestidigitación y alegoría, para seguir ausente.

Se reconocía en el espejo, se duchaba, se cepillaba los dientes, se peinaba y se vestía. Tomaba un café con leche, de esos que las madres llaman «un café bebido», a veces ni eso, y salía a la calle a la carrera para coger el Metro.

Dependiendo de un margen de apenas segundos, al entrar en el vagón (en el caso de que lo lograra) había días que encontraba un asiento vacío en el que desmayarse y recomponerse. Otras, conseguía encontrar un hueco en las barras de sujeción, de las que colgar sus dedos. Ese milagroso espacio vacío que le permitía hacer el trayecto de pie y, sin embargo incómodo. En la mayoría de los casos viajaba empotrado entre dos o tres cuerpos extraños, que le aprisionaban y movían de un lado a otro, como un barco encallado entre rocas, como mecido por la marea, como atrapado por un agujero negro. Una marea humana, en tales circunstancias, sube y baja como la del mar pero con la Luna en Marte. En lo de los agujeros negros mejor ni entrar.

Había mañanas en las que, por un quítame allá ese ¿dónde habré puesto yo…?: El billete, la cartera, los nervios, los Donut`s, la dignidad o la cabeza»perdía el tren y, con él: Las ganas, el humor, la paciencia, el trabajo, la compostura y la misma cabeza de antes. Excepcionalmente, también llegaba el día en el que su despertador, ajeno a las fiestas de guardar, mantenía su rutina y le echaba de la cama plantándole, descompuesto y sin gloria, en un andén más desierto que el Congreso en tarde de enmiendas. Ese sin duda era un gran día de Metro.

 Y así era su vida, en realidad así es la vida de todos. Una vida basada en que unas veces llegas con tiempo de sobra, otras te agarras a lo que sobresalga, otras te sientas donde menos lo esperan, otras te sienten cuando más desesperas, otras te empujan, otras te agobian, otras te pierden, otras te encuentras, otras entras o sales ganando o perdiendo, otras no alcanzas a entender nada, ni a nadie y, otras, cualquier absurda putada, cualquier bendito despiste, se convierte en una inesperada fiesta o en un trayecto tranquilo, pero sin prisa. 

La vida te lleva y te trae, te acerca y te aleja, te sube y te baja, te mece y te rompe pero, al igual que el despertador, la vida cada mañana te pone en hora, te levanta, te ducha, te peina, te viste y, por obra y gracia de las alarmas, te permite dormir otros cinco minutos más. Cinco insignificantes minutos, lejos de las rocas, de la gente, de los andenes, de los rubores, de la rutina, del espejo, de las perchas del armario, de las enmiendas, del Metro, de las mareas y de los agujeros negros. 

Esos cinco minutos robados al tiempo son nuestro vagón de metro vacío, en hora punta.

(Donde no haya metro léase: tren de cercanías, autobús urbano, acera abarrotada, inauguración de Primark o espacio con o sin humo)

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