Tras el Gran Apagón del año de vuestro Señor de 2035, el 70% de la población mundial no logró sobrevivir al caos, a la oscuridad y a no poder recargar el móvil.
El pánico cundió en cadena. Las primeras en caer fueron las compañías eléctricas, con gran regocijo y cachondeo por parte de consumidores y usuarios. A renglón seguido, como si de millones de fichas de dominó puestas en fila se tratara se contagiaron, viniéndose abajo: las industrias, (también llamados por aquel entonces Cajeros automáticos), el grande y el pequeño comercio, las fábricas de hielo, los medios de comunicación, los gobiernos y las casas de apuestas y por último la España despoblada, que se convirtió en refugio de propios y extraños. Estaban acostumbrados a la escasez.
Las ciudades, sumidas en un caos circulatorio sin precedentes, exceptuando El Cairo y Beijing donde llevaban años practicando, fueron las peor paradas. Paradas del todo.
Primero se produjeron, como manda la tradición de la ciencia fricción: los saqueos, tras ellos, la gente empezó a matarse por recargar el coche y las pilas y por último la falta de comida, la desaparición de las redes sociales y la proliferación de partidos políticos absurdos hicieron el resto. Nada funcionaba, excepto el fútbol, que seguía siendo así. La electricidad ya era historia y la falta de ella, histeria colectiva.
La luz lo era todo. Su dependencia para cualquier cosa dejó obsoletos los aparatos eléctricos, los transportes, las comunicaciones, los supermercados (o Mercadonas), los semáforos, los ordenadores que todo lo controlaban, las luces de Navidad de la ciudad de Vigo, los faros, los enchufes (incluidos los laborales), la expectativas de crecimiento, el acelerador de partículas, la carrera espacial, los iluminados. Ya nada era corriente.
Las energías alternativas no fueron suficientes para mantener viva la llama de la esperanza ni el mecanismo de los ascensores. Amén de que se habían revelado como más perjudiciales para el medio ambiente por el gasto de su mantenimiento, el mal uso de esos recursos y las pocas ganas que había, en general, de salvar el planeta. Los líderes políticos del mundo hacía tiempo que se habían pasado la amenaza del confirmado cambio climático por el arco de Trajano y el forro de los cojones.
Así las cosas, entre la hambruna, los atascos, los asesinatos, las guerras por conquistar los aerogeneradores; los aviones, que se vinieron a pique, los barcos, que no llegaron a puerto, los trenes que se quedaron varados y lo poco preparada que estaba la humanidad para vivir sin interruptores, la extinción era cuestión de meses.
Como suele pasar en estos casos, la poca población que iba quedando se intentó juntar, por aquello que se decía antaño de que «la unión hace la fuerza» (obviando que a la fuerza ahorcan). Sin contar los suicidios individuales y colectivos, la inoperatividad de los hospitales, la falta de riego (cerebral) y demás minucias, solo dos bandos quedaron para empezar de cero: Los Odiadores y los Ofendidos y eso que ninguno sabía hacer la «O» con un canuto. Los segundos se convirtieron en esclavos de los primeros y los primeros en esclavos de ellos mismos. La convivencia era cada vez más insoportable.
Al principio, por imperativo ilegal y por la república catalana (sobre esto hay mucho escrito pero nadie dispuesto a leérselo), no les quedó más remedio que adoptar unos acuerdos de mínimos. Los Odiadores odiarían en voz baja y los Ofendidos se aplicarían a ellos mismos el diminutivo, sin ánimo de molestarse.
Sumidos en las tinieblas, sin apenas recursos artificiales, la vuelta al campo y al retroceso de siglos era la única salida.
Del lado de los Ofendidos, los veganos, los vegetarianos y los defensores de los animales se negaron en rotundo a tener que sacrificarlos para que sirvieran de sustento. Por su parte, los Odiadores, como represalia y por joder. abominaron del cultivo de la tierra y prohibieron su consumo.
Ni que decir tiene que murieron todos.
Y es que siempre fuimos demasiados luchando por demostrar que tenemos pocas luces. Aunque lo realmente sorprendente es que la raza humana se extinguiera el día que se quedó sin electricidad, lo normal hubiera sido que desapareciera el primer día que vio salir el sol.
Y es que siempre fuimos demasiados por demostrar que teníamos pocas luces..
Enhorabuena Javier, genial como siempre, la clave de tanto desatino resumida en esta verdad, como madre de la estupidez humana.
Gracias por compartir tanta lucidez en prosa.
Saludos
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