No sirve de nada tener buenas ideas si nadie acepta ser conejillo de indias para demostrar la idoneidad de las mismas. Las buenas ideas, en ese aspecto, adolecen de la misma falta de aceptación que las malas: ninguna. 

Los ases y los conejos quedan muy bien en mangas y chisteras pero, fuera de ellas, la magia les abandona como a las axilas los desodorantes de mercadillo.

Aunque quisiera estar equivocado. Muchas veces he manifestado, convencido de ello que “el mundo suele cambiar a los que vienen a cambiarlo”. Será por falta de valor, de consenso, de poder, de capacidad de convicción o, sencillamente, por miedo a perder la confianza de los votantes constantes y asonantes, pero, lo cierto es que, a la hora de la verdad, en política, o te adaptas a lo que la gente está dispuesta a consentirte o si te he visto no me acuerdo. 

La utopía está bien como castigo, en la práctica, no hay quien sea capaz de hacerla funcionar. Por eso es utopía, si no, no tendría la gracia que promete. No reniego de ella, me gustaría que pusiésemos más interés en lo que propone, en su capacidad regeneradora, en su locura. La mayoría de las genialidades nacen de lograr hacer realidad un imposible. Lo cierto es que «es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja» que un pobre se deje arrastrar a un cielo que ni ve, ni siente, ni está dispuesto a padecer ni a ser compadecido.

Las utopías no suelen cumplir las promesa sencillas, como para tragarse otro sapo a estas alturas, aunque el sapo parezca una rana y esconda un príncipe de infinitos colores. Condenamos a los justos por pecadores antes de que puedan salir de su «almario». Pero así son las cosas. La sociedad tiene miedo a los cambios, a la estética y a una ética que no ve del todo clara. Pintamos más de lo que exponemos, porque lo que se dice exponer, no exponemos nada,

A todos nos gustan los vampiros hasta que sentimos sus dientes clavados en nuestro cuello. Hasta que nos convertimos en vampiros de segunda clase. 

Conejillos a la mar.

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