Llovía por fin. En la radio sonaba una de esas canciones que le gusta bailar al corazón cuando se para, de esas melodías de entretiempo que juegan con tu pena a ver quién puede más.
Miré por la ventana. Parecía como si al suelo le acabaran de pasar la fregona. Yacía reluciente como la frente de las farolas apagadas, como el reflejo de plata del cielo, oscurecido por las nubes al sol.
Me fijé en como unas agotadas gotas caídas, colgaban de los hierros de la parte de abajo de la barandilla y se precipitaban lentamente sobre la acera dejando dibujada la forma de una estrella estrellada.
Un brillo repentino de ventana entreabierta, que provenía del edificio de enfrente, distrajo mi mirada hacia la silueta de una mujer que, desnuda de amar, provocativa y
misteriosa, se dejaba llevar por la locura que enciende la tormenta e invadía su terraza.
La lluvia comenzó a resbalar por su cuerpo, las gotas se cosían a su piel vistiéndola de agua, me pareció oír que me miraba, que me llamaba, que me invitaba a compartir con ella esa danza tribal y silenciosa de pasiones y risas, de provocación y deseo. La humedad relativa tornó a absoluta.
Justo en ese instante, ahogado en el tiempo, me desperté tumbado sobre un charco de sangre.