Hay que volver a las pequeñas cosas.
Al calor del abrazo desatado.
Al fresco laberinto de las rosas
con suavidad de raspa de pecado.
Hay que volver al beso que no dimos.
Al olor que nos sabe a hierbabuena.
A aquella noche en la que nos perdimos
y el día amaneció de luna llena.
Al lugar donde aprenden las mareas
que el mar no se desangra en cada ola.
Al azul que, en la llama de las velas,
se crece con el paso de las horas.
Hay que volver de donde nunca fuimos.
A contar las esquinas de la cama.
A la pasión de la que no salimos.
Al mudo tintineo de la llama.
Es bueno regresar a las entrañas
del viejo corazón que nos enseña
que, en el fuego en que cuecen las patrañas,
cualquier salto mortal puede ser leña.
Hay que volver al guiño de reojo
de un baile inesperado y clandestino.
Al rosa, anaranjado, casi rojo
del cielo de un deseo concedido.
A la gota de lluvia que se escurre
construyendo caminos de cristal.
Al punto donde al cielo se le ocurre
jugar a confundirnos con el mar.
Hay que volver a recorrer la acera
por la que se devoran las miradas.
Hay que recuperar la calavera,
las tibias, el valor y las andadas.
Hay que volver al rastro del camino.
A la ropa interior de las afueras.
Al lugar donde escriben el destino
a darle una lección al robaperas.
A escondernos detrás de los cristales
del asiento de atrás del infinito.
Hay que volver a hacer habituales
los silencios que saben dar un grito.