Dentro de nada el sol saldrá por detrás de la mesilla de noche. De la luna ya solo quedará entonces, un bostezo de luz en los cristales.
La noche es una habitación con los balcones cerrados de par en par, o de bar en bar, según se mire. La noche es ese espacio en el espacio en el que los sueños son.
El día es una ilusión óptica pero, al fin y al cabo, una ilusión.
En la calle se escuchan los primeros ruidos: el motor de una moto que va de menos infinito a infinito, de menos a más y de más a menos, algo que se conoce como el Efecto Doppler (de los cojones).
Resuena entre la acera de los pares y los impares, el golpe seco del papel de periódico al chocar contra el suelo, junto al kiosko. Oigo claramente a través de los cristales de mi ventana, concienzudamente insonorizada, las voces de una pareja que se despide tiernamente a gritos.
Desde el interior de la casa llega el murmullo de la ducha de un vecino que se levanta cada mañana, como yo, a despertar al gallo y a apagar el despertador, antes de que sea demasiado tarde.
La noche y el día es gente muy extraña. Empiezan y terminan siempre del mismo modo. La una perseguida por el otro, como dos amantes que nunca tienen tiempo de estar juntos y no encuentran la hora de abrazarse. Un amor imposible que dura lo que dura el guiño de un instante.
Soy de los que cree que siempre es de noche, lo que ocurre es que, una vez al día, durante varias horas, no está oscuro. Lo hemos llamado día porque es diferente. Esa es una vieja costumbre de los seres humanos, ponerle nombre a lo diferente, a lo que es distinto, a lo que es distante, olvidando que la igualdad empieza por reconocer las diferencias, aunque estas sean tan insalvables como las que separan y unen a la noche y al día.
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