España es un paraíso
para inciertas inversiones.
Se puede invertir en pisos,
en cuñados y ladrones.
En señales de prohibido
y prohibidos en pañales,
en pensadores pasivos
y tontos paranormales.
En ceniceros de broma,
en rellenos de aceituna,
en cagadas de paloma,
en presos de su fortuna.
En juzgados de primera,
en equipos de segunda,
en jamones con chorreras
o en chorradas más profundas.
En videntes mentirosos,
petardas habituales,
en ministerios «gloriosos»
y aeropuertos peatonales.
En locos, monologuistas,
pesadillas de cocina,
rotondas para autopistas
e ideas más peregrinas.
En pelotas, soplapitos,
listos y cantamañanas,
diputados señoritos,
fiscales de porcelana.
En camisas de once varas,
trampas para gamusinos,
cosas baratas, muy caras,
y en mil infiernos divinos.
Inversores no se corten
y pásense por aquí,
que somos el sur del norte
del «tararí que te vi”.