Si los políticos miraran de vez en cuando por el ojo de la cerradura de la puerta que les separa de la gente (en este punto yo aprovecharía para respirar, que me ha quedado un poco larga la frase) se llevarían una sorpresa y se les caería la cara de vergüenza al comprobar lo distintas que son ambas realidades.
Legislan, gobiernan y hablan, con los despojos de las tormentas de ideas que les organizan los que parecen ser los asesores de sus peores enemigos que, en la mayoría de los casos, nadie sabe con quién han empatado.
De resultas de esa ciclogénesis explosiva de despropósitos, acometen la inútil, y no por ello menos difícil tarea de encajar: los rayos con los truenos, el viento con la lluvia, los charcos con los niños, el lodo con los polvos, las churras con los chorras, las merinas con las banderas y las témporas con el culo.
Del otro lado de la puerta a los ciudadanos nos asaltan las dudas: ¿En qué manos estamos? ¿En qué mundo viven? ¿Son pensantes sus mentes? ¿Quién maneja su barca que a la deriva nos lleva? ¿A qué esperan? ¿A qué aspiran? ¿Qué segregan? ¿A qué huelen sus nubes? ¿Quiénes se han creído que son? y lo peor de todo además de por tontos ¿por quiénes nos toman?
El drama es saber que la respuesta a todas esas preguntas es una, pequeña y liebre (como el miedo): –Esto es lo que hay-. Más dramático aún es comprobar que no hay alternativa, que el poder crea animales de costumbre que no aprenden. Los que llegan de nuevas, lo primero que intentan es sobrevivir y, a tal defecto, memorizan de entrada: La localización de las salidas de emergencia, la distribución de los enchufes, la posición de la mesa sobre la que poner los pies, el archivador de las mentiras a medias y de las medias verdades, el cajón de los vicios y las viejas prácticas, la caja débil en la que esconder los favores y el cuarto de daño.
Pecaría de injusto si generalizara o pensase que toda la culpa es de ellos. La culpa no es solo suya. Los políticos no nacieron en sus cargos ni con el traje de campaña puesto (no todos). Nosotros somos los primeros responsables como electores. Por indolentes y por vivir la política con mentalidad de miembros de una junta de vecinos venida a menos. De esas a las que, con tal de evitar el marrón de ser nombrado presidentes: o no asistimos, o elegimos para el cargo al primero que se ofrece o al segundo que pasa, sin importar que se trate del cartero comercial, reparta o no, el catálogo de Ikea.
Estos días estamos asistiendo, a cuenta de las elecciones en Cataluña, a otro gran espectáculo de la confusión, a otro ridículo ejercicio del «todo vale», a un ejemplo más de que tenemos muchos motivos para estar preocupados con nuestra clase política (la del resto del mundo no mejora mucho el panorama)
Las estupideces, las mentiras o el miedo, mezclados con la verdad, confunden su sabor y le restan autenticidad e importancia. La escalada a la que estamos asistiendo de declaraciones, de noticias, de videncia y de testarudez, además de aburrir y de tener al personal con los nervios a punto de nieve, solo consigue que unos se hagan más fuertes en sus convicciones y que los indecisos se decanten por una postura que les permita devolver el golpe, por joder.
No descartaría que, a los que piden el voto por la Independencia, se les ocurra prometer, de aquí al domingo que, en caso de ganar, separarán a serrucho esta región de la península y la trasladarán a algún lugar del Mediterráneo, entre Córcega y Sicilia, para crear una nueva isla con el primer Principado republicano del mundo. Ni que los que defienden la opción contraria amenacen con que, en caso de perder, un volcán emergerá del fondo del lago de Banyoles y su erupción cubrirá de escoria, lava y cenizas todo su territorio.
Y el lunes ¿qué? Y la gente ¿qué? Y la convivencia ¿qué? Y lo que de verdad importa ¿qué? Y vivir ¿cuándo? Y ¿para cuándo una política de altura sin vértigo? Qué ganas tengo de salir de dudas y de deudas y, a ser posible, de no entrar en otras. Es hora de madurar, eso que consiste en estar entre verde y podrido.