Aquella mañana el amor se despertó sin sobresaltos, se desperezó despacio y dio dos o tres vueltas en la cama, remoloneando. Apagó el despertador, se mezcló con el olor a café y a tostadas proveniente de la cocina y, sin hacer demasiado ruido, se escapó de la habitación por la ventana entreabierta. Sobrevoló la ciudad saludando a cuantas personas encontró a su paso, tampoco demasiadas. Era un día festivo y muy temprano. Las calles aún no habían estirado del todo sus aceras y los árboles medio desnudos dejaban caer al suelo las últimas hojas del recién estrenado invierno.
El amor se había ido de casa queriendo. Tenía curiosidad por descubrir cosas nuevas, por seguir aprendiendo, por tener otras experiencias. El amor tenía unas descontroladas ganas de conocer gente y mundo, de hacerse notar. Un desmedido afán de protagonismo y uno ignorancia supina que, en su caso, se confundía con la inocencia.
El amor no sabia que hay quien no se deja querer, que incluso hay personas que no se quieren ni a sí mismas. Que fuera suele hacer mucho frío. No era consciente de que no sería bien recibido en todas partes. Ignoraba que la vida real intentaba parecer fuerte y hacerse la dura, hasta el punto de que le podría engañar con otros sentimientos y emociones que el propio amor no pensaba que se pudieran sentir.
Así fue como conoció a la tristeza.
Estaba sentada en un banco del parque con la mirada perdida, fija en ninguna parte, absorta en sus pensamientos. La tristeza estaba triste, muy triste (aunque eso al amor no le cupiera en el corazón). La tristeza alzó la vista todo lo que la pena le permitió elevarla, se le quedó mirando y, en ese momento, una lágrima brotó de sus ojos desencajados. Al instante el amor se enamoró de ella.
Hablaron durante horas, dándose y quitándose la razón, consolándose el uno al otro, discutiendo, enfadándose, acariciando a ratos la felicidad y sintiéndose de alguna manera compatibles.
A la conversación se fueron sumando indistintamente: la rabia, la melancolía, la ternura, la ira, la frustración, la locura, el deseo, la pasión, la contradicción… Aquello parecía una tertulia moderada por un mudo, con un nudo apretándole la garganta.
No fue fácil convencer a la tristeza de que se pusiera en pie y le acompañara a dar una vuelta. La tristeza estaba muy ocupada lamentándose por todo, pero al final le resultó imposible rechazar una invitación tan agradable de alguien tan dulce. ¿Cómo negarse a querer a quien te quiere, sin más? ¿Cómo rechazar esa sensación de victoria que provoca el amor cuando consigues que te acepte como amante? ¿Cómo estar mal cuando alguien te espera con ganas de agradarte? ¿Cómo rechazar la belleza?
No os creáis, el amor también tuvo sus dudas a la hora de dar ese paso. No le era fácil entender que se pudiera estar triste cuando se ama o que hubiese momentos en los que la gente renunciara a quererse, renunciara a quererle.
Pero todo compensa cuando huele a café y a tostadas, cuando la calle se viste de fiesta, cuando existe una cama en la que acurrucarse o una ventana entreabierta por la que escapar, llegado el caso, volando entre las hojas secas sobre los bancos el parque y de los árboles que nunca duermen.
El amor y la tristeza, cogidos de la mano, decidieron compartir espacio, tiempo y vida.
Al llegar al portal de su nuevo hogar, sentada en el suelo con la espalda contra la pared se encontraron con la soledad. la invitaron a subir, pero ella prefirió quedarse sola para no amargarles el plan.
Desde entonces, tanto el amor como la tristeza comparten buenos y malos momentos cuando están juntos y sobretodo cuando se separan por cualquier motivo y tienen que tirar de recuerdos e imágenes sueltas, adornadas por la imaginación, para reconfortarse. Sin embargo cuando salen por la puerta de su hogar cada día, la soledad, siempre al acecho, les recuerda que siempre se puede estar peor y que se debe aprovechar lo que se tiene.
Ambos comprendieron que se puede amar estando triste y sentirse triste a pesar del amor.
No es extraño que la tristeza y el amor vayan siempre de la mano llevando por sombra a la imprevisible soledad.