Una vez comprobado que en casa no tenía naranjas, ni café, ni leche, ni pan, ni mantequilla, ni mermelada de melocotón, ni ganas de ponerme a enredar; antes de untarme un colín con un poquito de foie gras acompañado de un lingotazo de ginebra a palo seco, he preferido bajar a desayunar a la calle, a una cafetería para ser más exactos. Me he despachado sin demasiado entusiasmo: un zumo de naranja natural y un café con leche XXL en el que he mojado una porra y un churro. Por intentar comer sano que no quede.

Al salir del bar y por nada en especial, aliviando una época gris marengo que estoy pasando y cuyos motivos no vienen al caso, en la tapia que bordea mis emociones se ha abierto una rendija que ha dejado entrar, por un rato que aún dura, un haz de luz, un rayo de esperanza de esos que no sabes muy bien de dónde viene o quién te lo manda. Ese revolcón que el corazón se da con tu cabeza en un momento dado y matan a polvos la tristeza de forma inesperada. Lo que dura dura.

Tres vueltas a la manzana más tarde disfrutando de esa sensación he visto que, a lo lejos, por mi acera, venía un viejo (des)conocido al que hacía mucho tiempo que no veía por el barrio. Un sin techo (con techo) con el que siempre he tenido buen rollo y al que, sin ánimo de echarme flores, le suelo ofrecer una generosa ayuda. Como he salido de casa con lo puesto (que suele ser lo normal cuando uno sale de casa): un pantalón corto, una camiseta, una tarjeta de crédito y las llaves, le he saludado cariñosamente y me he interesado por su salud. Le he tenido que decir que no llevaba nada para darle y he seguido mi camino. Al recordar que llevaba la tarjeta en el bolsillo, un impulso me ha guiado hasta a un cajero y he vuelto a compartir con él un poco de ese extraño consuelo que yo estaba sintiendo. No le he dicho nada, he pasado a su lado, le he puesto el billete en la mano y he apretado con la mía uno de sus dedos en un gesto cariñoso como quitándole importancia a lo que estaba haciendo.

Oigo a mucha gente que es muy dada a comentar en estos casos, cosas como que «se lo va a gastar en vino». Por mí como si lo invierte en bocadillos de tofu. Bastante jodida es la vida para algunos como para encima quitarles los buenos ratos que puedan pasar como les salga de las muletas.

Mientras me alejaba buscando un estanco para comprar tabaco porque estoy dejando de fumar, se me ha puesto un nudo en la garganta y he roto a llorar. Ha faltado el canto de un euro para que alguno de los transeúntes que se ha cruzado conmigo se parara a consolarme. A mí, el canto de un gallo para abrazarme al tronco de un árbol y terminar el poema camuflado.

Pasado el tonto sofocón, camino del estanco he saludado a mi kisoskero con el que no hablaba desde hacía tiempo, demasiado.  Lo que tienen los buenos amigos o los buenos conocidos es que puedes estar años sin veros y en el momento del reencuentro es como si hubieseis estado de copas la noche anterior. Me ha dicho que para dejar de fumar solo hay un método fiable: querer hacerlo.

He seguido mi camino después de desearle un feliz domingo y al llegar a un paso de peatones, un par de metros por delante, un abuelo ha estado a punto de dejarse la dentadura postiza y los huesos propios de la nariz contra un bolardo y, no me digáis cómo, he conseguido cogerle al vuelo. Susto superado. Pero ¿qué día es hoy?

Ya en el estanco, una señora que acababa de comprar un cartón de tabaco y un paquete de chicles, después de pagar se ha ido olvidando su compra sobre el mostrador. Sin pensármelo dos veces he salido corriendo tras ella y se la he entregado. La estanquera me ha agradecido el gesto cuando he vuelto a por lo mío y aquí gloria y después paz.

Ahora, ya de vuelta en casa, estoy sentado en el sofá frente a un cuadro que empecé a pintar ayer esperando a ver si se me aparecen sobre el lienzo las caras de Bélmez y entablo con ellas una conversación sobre lo que les preocupa, por ver si puedo hacer algo por ellas. Dada la mañana que llevo seguro que alguna pincelada podré darles.

Es probable que esta noche me haya reencarnado sin saberlo ni pretenderlo en Santa Teresa de Jesús. Mientras que no tenga que ir a misa, bienvenido sea. Supongo que son cosas que pasan y que dependen mucho del estado anímico de cada cual. Unos lo llaman karma, otros causalidad, otros destino, otros gilipolleces. La etiqueta es lo de menos. No deja de ser una satisfacción que alguna vez las cosas vayan bien.

Creo que ahora si me voy a dar el lingotazo de ginebra, sin alcohol y a fumarme un piti. No sé lo que va a durar abierta la grieta de mi pared.

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