(Ideal para leer encima de la sombrilla o debajo de la hamaca).

Celestino Rivas era un hombre normal, con un aspecto normal, una mala salud de hierro y con una vida sin apenas sobresaltos, por no decir de mierda. Desde hacía un par de años, a sus treinta y once años recién cumplidos, estaba prejubilado como la mayoría de la población.

El banco para el que trabajaba, como el resto de las empresas del país, se había mecanizado hasta tal punto que eran los clientes los que tenían que hacer todas las gestiones en cajeros automáticos instalados estratégicamente por toda la ciudad. La vida estaba subvencionada, quien más quien menos tenía un salario fijo que le permitía vivir holgadamente, salvo los jubilados que además eran objeto de robos mientras tecleaban torpemente su número secreto en los cajeros. La mayoría de los servicios eran gratuitos y podría decirse que solo existía una clase social: los ricos. Todo el mundo tenía de todo.

Su rutina le llevaba cada día de la cama al baño, del baño a la cocina, de la cocina al sofá y por la tarde, a la caída del sol, tras una siesta de cuatro horas; de la cama a la calle a estirar las piernas. Cada tarde a la misma hora se tomaba una caña y un pincho de tortilla en el bar de abajo y, a renglón seguido, volvía a subir para meterse en la cama y acostarse con su insomnio. Un coñazo de vida, pero, vida al fin y al cabo.

Celestino Rivas no tenía amigos, ni familia, ni animales de compañía, ni plantas que regar o trasplantar, ni sueños por cumplir. Lo tenía todo pero no tenía nada, que era uno de los bienes más preciados y a la vez temidos en aquella época de falsa opulencia, postureo y consumismo.

Vivía solo desde que dejó de tener uso de razón. Su ex mujer se había fugado años atrás con un bajista Tanzano de un grupo Indi, de gira por Europa. Solo se relacionaba con el portero del edificio (con el de carne y hueso, no con el automático con el que, por cierto, también mantenía alguna conversación de cuando en vez). Su único entretenimiento era ver la televisión, sacarle brillo al inodoro y estirar bien la ropa en el tendedero una vez lavada, más que nada para evitarse el surrealista y desagradecido pasatiempo de tener que plancharla.

La soledad es una amante que sale muy cara cuando se instala en tu vida sin comerlo ni beberlo. No es fácil asumir que el futuro es ponerle nombre a los muebles de tu casa y discutir contigo mismo, aún a riesgo de no llevar razón o perderla definitivamente. Pero nuestro protagonista no se quejaba, se había acostumbrado a ella. Que se le hubiese atrofiado el carácter con los años tampoco ayudaba a entablar amistades o a salir a la aventura de encontrar a quien le aguantara. Celestino Rivas sudaba de la soledad, de la sociedad y casi de sí mismo.

Sin embargo, por los avatares del destino o por pura casualidad, su vida cambió de la noche a la mañana el día que ocupó el piso contiguo al suyo una misteriosa mujer que despertó en él la curiosidad, no solo por su facilidad para hacerse invisible a los ojos del mundo, sino también por su actividad intramuros, por los ruidos que emitía y atravesaban las finas paredes que separaban sus respectivos apartamentos sino también, como dato relevante, por el trasiego incesante de paquetes que le llegaban a cualquier hora. El sector del transporte era de los pocos que había sobrevivido al desembarco de las máquinas y escapaba de su control. Ninguna se atrevía a desplazarse en bicicleta por las ciudades con un cubo isotérmico de colores chillones a la espalda o intentando aparcar la furgoneta en la más que saturada carga y descarga.

En la mente de Celestino, apolillada por el desuso y aducida por la desidia, empezaron a entrelazarse ideas peregrinas sobre la identidad y la ocupación de su nueva y peculiar compañera de propiedad horizontal.

El portero de la finca, otro gremio que tampoco había podido ser sustituido por la despiadada tecnología, al de carne y hueso me refiero, no supo darle explicaciones cuando acudió a él para sonsacarle. Pepe, que así se llamaba el empleado, como no podía ser de otra manera, tampoco sabía nada de ella. Le dijo que creía que había aterrizado una madrugada sin llamar la atención y que jamás había coincidido con ella desde que se instalara allí haría ya un par de meses. Que todas las gestiones del alquiler las había hecho por internet y que, como Celestino, estaba en las mismas. Solo sabía que se llamaba Victoria, porque los repartidores más despistados y vagos le preguntaban por su piso para hacer las entregas, pero poco más.

A Celestino esa situación, lejos de resultarle indiferente, le había despertado una inquietud de la que no había vuelto a tener noticias desde que el vecino de arriba se precipitó al vacío una mañana en que intentó comprobar su capacidad de planeo. El suicidio por aburrimiento estaba a la orden del día. La verdad es que el vecindario era como para salir corriendo y no mirar atrás.

La llegada de la tal Victoria hizo que sus días cambiaran radicalmente y con ellos su rutina. Se pasaba el tiempo ojo avizor, escuchando atentamente con la oreja pegada a la pared o intentando hacerse el encontradizo saliendo al descansillo, como quien no quiere la cosa, cuando alguien tocaba el timbre de su puerta, pero ella nunca se dejaba ver más a allá del quicio, ocultándose tras la penumbra mientras firmaba el recibí. A Celestino eso le desquiciaba. Vivía en un sinvivir y, sin embargo, como ustedes comprenderán, en esa época anduvo de lo más entretenido. No se divertía tanto desde aquel día que llovió en agosto y se pasó una tarde entera contando gotas.

De resultas de su concienzudo trabajo de espionaje había llegado a la conclusión de que aquella mujer vivía sola, no recibía más visitas que las ya citadas, que le gustaba escuchar reggaetón como instrumento de tontuna o por algún tipo de penitencia y que se duchaba dos veces al día: una al levantarse y otra, a última hora de la tarde, después de hacer lo que suponía eran tablas de ejercicios físicos, más que nada por la intensidad de sus respiraciones y gemidos. O eso, o se daba unos repasos erótico-festivos que ríanse ustedes de los peluqueros cuando juran que te van a cortar solo las puntas.

A Celestino aquel juego de intriga le estaba empezando a provocar bastante ansiedad. Una sensación de angustia que él mismo se había inoculado por vía «intrapenosa». En algunas ocasiones le entraban ganas de llamar a su puerta con alguna excusa absurda y así poder desenmascararla. Pero era hombre tímido y caballeroso, desengrasado en el arte de las relaciones y tampoco quería echarle leña a un fuego que, por otra parte, ella nunca había provocado ni por supuesto aireado. Celestino estaba que se subía por las paredes con el culo de un vaso pegado a la oreja.

Una tarde que Victoria habría salido de su casa con total discreción y silencio, como solía ocurrir las pocas veces que se ausentaba, un repartidor llamó a la puerta de Rivas tras de no obtener respuesta en la de ella. Era un chico joven, uniformado con los colores de una de esas empresas de mensajería internacionales. El chaval, más parado que un cable de alta tensión, le pidió a Celestino que si podía hacerle él la entrega del paquete, que no estaba en casa y que aquel envío debía recibirlo sin falta ese mismo día sí o sí, y que él no podía volver más tarde por no sé qué problema con la autoridad competente por saltarse tres semáforos. El bueno y pícaro de celestino aceptó el encargo encantado sin disimular su excitación.

Una vez despachado al pollo cerró la puerta con suavidad y le dio dos vueltas a la llave, tras pensarlo unos segundos y le dio otras dos. Con el paquete en la mano, el que acababa de recibir me refiero, se acercó con sumo cuidado hasta la mesita baja que tenía delante del sofá y lo depositó en ella como si sostuviera un nido de gorriones. Se sentó frente a él, se recostó en el sofá y se quedó sopa. Era la hora.

La tentación, esa compañera de viaje que muchas veces no sabe que camino tomar. Esa sensación de no saber si dejarte llevar por el navegador y perderte, o seguir tus instintos y perderte igualmente. Ese juego morboso que, en el fondo, le da sentido a la vida y, en la mayoría de los casos, le da vida a los sentidos. La tentación de abrir la caja o entregársela a su destinataria, algo que, por otra parte, le concedería a Celestino la oportunidad de ponerle cara y cuerpo al cuerpo del delito.

Al cabo de unas horas Celestino se despertó sin haberse atrevido a allanar lo que no era suyo. Cuando se disponía a dar su habitual paseo vespertino, al salir se topó de frente con Victoria en el instante en que se cerraba tras de sí la puerta del ascensor. Ella, escondida tras unas gafas de sol y sin hacer ademán de pararse, enfiló hacia su guarida con las llaves tintineando en su mano. Tras un breve titubeo, Celestino se dirigió a su vecina con un escueto pero amable saludo que ella devolvió sin vocalizar y sin levantar la mirada del suelo. Iba a decirle algo más, en un conato de entablar algún tipo de conversación y contarle lo del envío que obraba en su poder pero, para cuando quiso reaccionar, ella ya había cerrado la puerta de un portazo que hizo temblar el suelo y el aire del descansillo. Mucha empatía no parecía tener, la verdad.

Pasado el trago, se encogió de hombros y bajó las escaleras más contrariado que un pediatra en un geriátrico. De camino al bar y en vista de lo seca y escurridiza que había resultado ser su vecina del tercero izquierdo, se planteó si debería entregarle el bulto, como era su obligación, o hacerse el tonto, abrirlo por su cuenta y riesgo, y despejar así todas sus dudas en qué andaba enredando. Tarde o temprano ella iba a saber de su paradero, así que no tenía tiempo que perder si pretendía hacer algo al respecto.

Tras perder la enésima discusión consigo mismo, Celestino Rivas, cúter en mano, se dispuso a desprecintar con mucho cuidado la caja de cartón que ya tenía enfilada entre ceja y ceja. Antes de cortar por lo sano observó la etiqueta pegada en la parte superior, llena de códigos de barra, logotipos y sellos varios. “A Doña Victoria Soler Encinas”, rezaba en el lugar del destinatario. El remitente estaba en japonés, así que poco pudo sacar en claro. El dominio de la lengua de Kenzaburô no estaba entre sus escasas habilidades.

La diferencia entre ser curioso y ser cotilla, radica en las ganas que uno tenga de aprender por ampliar los conocimientos, aunque sea sobre asuntos carentes de importancia, o pretender enterarse a cualquier precio de las intimidades de los demás, con el único propósito de comerciar con ellas o tener argumentos en el bar para despellejar a cualquiera, por el mero hecho de sembrar cizaña, darse importancia y, básicamente, por joder.

Cuando estaba a punto de entrar a matar y abrir aquello sonó el timbre de la puerta. Tardó en reconocer el sonido por falta de uso. La abrió extrañado. No acostumbraba a recibir visitas y mucho menos a esas horas intempestivas de la noche, las nueve y cuarto acababa de mirar en el reloj de la entrada. Al abrirla, la figura de su vecina apareció frente a él con los brazos en jarra, la mandíbula desencajada y la mirada torcida, aunque dedujo al instante que eso se debía posiblemente porque bizqueaba del ojo derecho. Al verla no pudo evitar que le diera un vuelco el intestino delgado.

—Creo que tiene usted algo que me pertenece— le soltó sin más preámbulos la interesada, Estuvo a punto de contestarle que: su corazón, su cuerpo y sus ahorros si ella se los pedía, pero no le pareció el momento oportuno para andarse con declaraciones de amor ni de intenciones.

—Pase, pase. Precisamente me disponía a llevárselo en cuanto estuviera usted en casa, si es que eso fuera posible saberlo alguna vez— le contestó en un tono que denotaba excitación, falsedad y más miedo que vergüenza.

Si bien es cierto que ese primer encuentro entre los dos resultó frio y un tanto cortante, algo pasó entre ambos. Una chispa surgió de aquel encuentro, de aquel cruce de miradas, o lo que fuera con ese ojo de ella. Imagino que cada uno a su manera, se habían estado espiando sin querer y la curiosidad había matado a todos los gatos de los alrededores de sus vidas. A ella le llamó la atención su timidez casi enfermiza y esa torpeza viril que adornaba a Celestino. A él de ella le cautivó su aspecto seguro, su todo incluido, su aparente mala baba y los cuatro años que llevaba sin comerse un rosco.

A todo esto, devuelto el paquete, Celestino se quedó descompuesto, no sabemos si con novia, pero desde luego sin poder husmear dentro de él. No obstante algo le dijo que esa historia solo acababa de empezar.

Una vez roto el hielo entre los dos, las quedadas en su piso se fueron sucediendo sin importar la excusa o la estupidez del motivo para encontrarse: ora si tienes sal, ora si no te importa bajarme la basura, ora si tienes hora, ora si no me puedo dormir. Este último lamento lo pronunció Victoria en ropa interior disimulada por una fina bata de seda trasparente, una tórrida y asfixiante noche de verano en la que se presentó en el piso de Celestino algo nerviosa, ligera de cascos y rezumando una suerte de tristeza. Aquel insomnio desatado terminó en una borrachera de órdago a Grandes, a Chicas, a Pares y a Juego con treinta y una, en la que los dos terminaron perdiendo la ropa y el oremus.

Aquella noche, después de hablar largo y tendido sobre el bien y el mal, lo jodidas que estaban las cosas en general para lo bien que les iba y de los efectos del cambio climático en la supervivencia de las abejas… una vez desmenuzadas sus anodinas vidas, acabaron en la bañera haciendo el amor y el desembarco de Normandía, dejándose llevar como nunca antes Celestino habría soñado que chapotearía dentro y fuera de un cuerpo tan excitante como el que en ese momento se enredaba en sus carnes. Ella, unos años más joven, le enseñó posturas y orificios de entrada y salida que jamás él imaginó que encontraría entre el dedo gordo de un pie y la coronilla de un ser humano. Un penetrante olor a deseo, a sexo y a sales de baño se extendió por todas las estancias de la casa por las que arrastraron sus cuerpos, follando como si aquel fuera su último tren, bueno, y el primero y los que hubieran querido pasar mientras gemían, jadeaban, gritaban, se tocaban, se besaban y perdían la cabeza y el culo del todo.

El sexo a quemarropa, imprevisto y salvaje es como probar por primera vez un veneno que sabes que no te va a matar, pero que te va a dejar gilipollas del todo. Todos los sentidos se desinhiben, se hacen y se dicen cosas que escandalizarían al Niño Polla. Eso en el mejor de los casos, que tampoco es descabellado pensar que el tiro pudiera haberles salido por la culata y que aquello hubiera terminado siendo un auténtico desastre sin sentido, consentido pero sin orden ni concierto o carente interés. No fue el caso de aquella noche, al menos mientras estuvieron juntos.

Pocas cosas consuelan tanto como acariciarse sin pausa, compartir fluidos, sabores y olores sin importar la hora, el compromiso o el día de mañana, cuando uno está falto de cariño y de contacto físico durante una larga temporada. El onanismo está bien, pero no tiene ni punto de comparación, donde va a parar.

A la mañana siguiente el piso parecía la zona cero de una despedida de casados, la visión topográfica cenital de un terremoto submarino. Celestino abrió los ojos, por decir algo, se levantó del suelo y después de llevarse por delante dos sillas, una cómoda, tres esquinas y la marca del pomo de una puerta en las costillas, comprobó que Victoria brillaba por su ausencia. Por algún extraño motivo, también llamado “una resaca de cojones”, llegó a mirar incluso dentro del frigorífico por si las moscas. Ni moscas había. No le dio mayor importancia, tampoco estaba para dar mucho de sí. Su ropa no estaba por ninguna parte, así que, supuso que su amante se habría ido antes de que él se despertara.

El exceso de la medianoche de aquel viernes, mezclado con el alcohol y el desgaste físico, mantuvieron en coma un par de días a Celestino, durmiendo sin descanso a deshoras y sumido en un caos mental del que no supo salir hasta que no recuperó líquidos y la compostura.

El lunes amaneció temprano, Celestino no el lunes, los lunes amanecen cuando tienen que amanecer. A lo que iba, Celestino se sacudió la pereza y se puso en marcha. Después de vaciar la vejiga y asearse concienzudamente, lo primero que le vino a la cabeza fue la preocupación de saber qué había sido de Victoria. Si habría pasado el mismo Gólgota que él y si se encontraba bien o estaría hecha un Cristo. No se atrevió a llamar a su puerta, así que pasó la mañana intentando escuchar algún ruido que le diera una pista de su estado. Lo cierto es que no dio señales de vida y que los repartidores, inasequibles al desaliento, al no obtener respuesta de sus timbrazos, empezaron a dejarle a Celestino algún que otro paquete de manera salpicada a lo largo de todo el día. Preocupado por ese hecho y la proliferación de haters, bajó a preguntarle a Pepe si había visto a la vecina, a lo que este respondió negativamente. Entonces decidió volver a subir hasta el tercero izquierda y llamar a su puerta. El silencio por respuesta. Volvió a bajar y a subir, estaba a cuatro peldaños de una embolia, pero esta última vez lo hizo acompañado del portero con una copia de las llaves que ella le había dejado en previsión de que algún día extraviara las suyas o hubiera cualquier tipo de emergencia.

El portero giró la llave después de que ambos buscaran complicidad y apoyo en sus respectivas miradas. El piso estaba hecho un desastre, tanga por hombre, todo tirado por el suelo, como si un huracán hubiese entrado para ventilar el apartamento. La sorpresa llegó cuando, al entrar en el dormitorio Celestino, Pepe y viceversa, descubrieron el cuerpo de Victoria sentado en un sillón que hacía de esquina a los pies de la cama, un disparo en la frente, con las manos apoyadas sobre las piernas, una caja de cartón a modo de sombrero y nulas posibilidades de reanimación. Ninguno de los dos hombres pudieron amortiguar un grito de sorpresa y desgarro. Victoria, su Victoria, aparecía muerta frente a sus ojos. No se lo podía creer. Hacía menos de cuarenta y ocho horas que ese mismo cuerpo, ahora sin vida, había derrochado ídem abrazado al suyo.

Ya es complicado encontrar en la vida tu media naranja y mucho más que las dos mitades sean de la misma pieza de fruta, como para que encima el sueño de una noche de verano acabe en pesadilla. Que injusta es la existencia. Que peligroso era este mundo “perfecto” que nos habíamos creado en el que cada día nos la jugábamos a todo o nada. Como decían los clásicos “no somos nadie” y, si lo somos, da la impresión de que siempre estemos en paradero desconocido en cuestiones sentimentales.

Andaba Celestino sumido en esas disquisiciones metafísicas cuando cayó en la cuenta de que se iba a convertir en el principal sospechoso de la muerte de su vecina. Era la última persona con la que había estado y su ADN abundaría sin duda por todas los rincones de aquel cuerpo inerte y serrano.

Tenía que actuar con rapidez antes de que la policía atara cabos, esposara sus muñecas y le pusiera mirando a Toledo. Lo primero era echar un vistazo, remover Roma con Santiago y hacer acopio de todos los paquetes que ella guardaba, para así abrirlos y averiguar el motivo del asesinato de su recién estrenada a la par que perdida amiga. Cabrones.

Aprovechando que Pepe había bajado un momento al portal, reclamado por otra vecina, viva en este caso, para subirle unas bolsas del supermercado, Celestino comprobó que en casa de Victoria no quedaba ni una sola de aquellas cajas. Quiso deducir que el autor o autores del crimen eran los que se las habían llevado. Recordó que él sí tenía aún cuatro o cinco en su poder que los mensajeros le habían ido dejando en ausencia de la finada. Salió de allí como alma que lleva el diablo y volvió a revivir una imagen que no hacía demasiados días había tenido que abortar.

Sentado en el sofá, cúter en mano, con un paquete rectangular de tamaño mediano, envuelto en papel de estraza y bien precintado, con una etiqueta en castellano y en chino, ahora sí, se dispuso a darle un tajo a la cinta de embalar. No pesaba mucho y agitarlo no daba demasiadas pistas, amén de que no pretendía usarlo de maraca por si acaso. Lo hizo con la delicadeza con la que uno corta un huevo duro después de haberse rebanado un pulgar en el intento; con tanto mimo y cuidado que la cuchilla del cúter resbaló al rozar la cinta y casi se lo clava en la palma de la mano contraria.

—Tranquilízate, Celes— se dijo a sí mismo, a falta de pan. Al segundo intento, liberados los bordes del cartón de sus ataduras, procedió a levantar con cuidado el sucedáneo de tapa de cartón que acoplaba la parte lateral. A la vista quedaron una legión de bolitas de poliespan blancas, de las que se utilizan para evitar los golpes y para que no se mueva mucho el contenido de los paquetes clasificados como “Frágiles”. Removiendo con delicadeza, descubrió contrariado que en su interior no había nada. El paquete estaba vacío. Lo mismo ocurrió con el resto de los bultos que fue abriendo uno a uno. Poliespan y pare usted de contar. Llegó a pensar que a lo mejor el tesoro que escondían esas cajas no era otra cosa que el propio corcho blanco, pero no, aquello no servía más que para deshacerse, pegarse a la ropa y ponerlo todo perdido.

Nada, definitivamente dentro de los paquetes había nada. Esa preciada “nada” tan escasa y prohibida en una época fallida de falsa opulencia, postureo y consumismo.

Enseguida se dio cuenta de lo que pasaba, el misterio que envolvía la vida y la muerte de Victoria.

La gente, cansada de tenerlo todo, estaba empezando a conformarse con nada y, Victoria Soler Encinas, traficaba con ella porque, “la nada”, no era fácil de encontrar en aquellos tiempos de nadar en la abundancia. Lo de su vecina había sido claramente un ajuste de cuentas, un lucha de bandas, algún tipo de venganza de los llamados “Nuevos pobres”.

Sé que a simple vista, a ojos de personas que no estén acostumbradas a esta forma de vida, este hecho no les parecerá nada del otro mundo y no se equivocan, así es, era “nada” de este mundo. Unas grandes cantidades de nada que, en manos de unos pocos desaprensivos, podría abocar de nuevo a la humanidad a la desaparición de su nuevo estado del bienestar. Si la población estuviera dispuesta a engancharse a esta nueva droga y todo el mundo decidiera, de la noche a la mañana, desprenderse de los bienes materiales, que tan poca satisfacción les daban ya, les llevaría a dejarlo todo a cambio de nada.

Aquella mujer que había aparecido en la vida de Celestino sin venir a cuento y de la que tan poco logró saber, pertenecía a una de esas organizaciones de nuevo cuño dedicadas traficar con nada. La muerte de Victoria había sido el principio del fin.

“No hay nada como tenerlo todo”. Ese era el mensaje que había calado en la sociedad, cuando toda la población mundial logró que la riqueza universal fuera un derecho y una realidad. Sin embargo esa forma de vida idílica y extravagante ahora estaba en peligro. Definitivamente el ser humano se había vuelto a volver gilipollas, otra vez. Yonkis del todo o nada. Volvíamos a estar a las puertas del estado del malestar.

A Los pocos meses de aquel suceso, Celestino miraba por la ventana, aterrado al ver cómo la gente arrojaba desde sus ventanas sus pertenencias o a ellos mismos, mientras, en la calle se mataban los unos a los otros por nada. Habíamos pasado del “y tú, más” al “y tú, menos”.

La historia de la humanidad se podría resumir en dos palabras: todo mal.

13 comentarios en “TODO O NADA (Relato de verano 2019)

  1. Me ha gustado, entretenido y dado por pensar, difícil conjugar y encontrar estas tres premisas en una lectura, gracias por el regalo.

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      1. Bravo! Me ha,te ido e tres la tensión y la risa! Quiero más relatos,please 👏👏👏👏👏👏👏👏👏👏

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  2. Tristeza,frío, miedo al vacío…
    La belleza de las sensaciones que pueden devorarnos…
    Quizá (por temor a que se convierta en la realidad,si esta existe)
    Cruel , posible…

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